Con Ali desaparece más que uno de los tres o cuatro miembros del panteón de los deportes norteamericano, tres veces campeón mundial de los pesos pesados y campeón olímpico a los 18 años: desaparece un icono de este país, una de estas figuras que sirve para explicar qué significa ser estadounidense, un hombre controvertido cuya trayectoria, desde los desgarros sociales de los años sesenta a la llegada de un afroamericano a la Casa Blanca en 2009, define la historia reciente de EE UU.
Pese a el declive de su salud, hasta el final no dejó de intervenir en el debate público. En diciembre, después de que el candidato republicano a la Casa Blanca Donald Trump anunciara su plan para vetar la entrada a Estados Unidos de musulmanes, Ali dijo: “Nosotros, como musulmanes, debemos enfrentarnos a quienes quieren usar el islam para imponer su agenda personal”.
Ali, nacido con el nombre de Cassius Clay en Louisville (Kentucky) en 1942, fue un negro golpeado por las humillaciones de la segregación que proclamó su identidad con orgullo. Un deportista locuaz que exhibía su ego sin modestia: “¡Soy el mejor! ¡Soy el mejor! Soy el rey del mundo”, dijo cuando ganó el campeonato mundial contra Sonny Liston. Un activista más cercano al estilo desafiante de Malcolm X que al ecumenismo de Martin Luther King en la defensa de los derechos civiles de los negros. Un héroe deportivo que se convirtió a una religión extraña para la mayoría de sus conciudadanos. Influido por las enseñanzas del grupo religioso Nación del Islam, adoptó el nombre de Muhammad Ali y eligió él mismo, descendiente de esclavos anónimos, su propio nombre y religión. "No quiero ser lo que vosotros queréis que sea”, decía.
Su oposición a la guerra del Vietnam no fue sólo retórica: rechazó el reclutamiento obligatorio, fue sentenciado a cinco años de prisión y perdió el derecho a boxear. “El cong [por Vietcong, los vietnamitas que luchaban contra Estados Unidos en la guerra] no me llama nigger’”, dijo. Nigger es la palabra más peyorativa usada para designar a los estadounidenses de origen africano.
Medio Estados Unidos le detestaba; medio mundo le adoraba. “En los próximos meses no hay duda de que los hombres que gobiernan en Washington intentarán dañarte de la manera que puedan, pero estoy seguro de que sabes que has hablado en nombre de tu pueblo y de los oprimidos en todo el mundo, en valiente desafío del poder americano”, le escribió el filósofo Bertrand Russell. El Tribunal Supremo le dio la razón en 1971 como objetor de conciencia, y pudo regresar al cuadrilátero, donde participó y venció en dos combates extravagantes y legendarios: el Rugido de la selva en Zaire (actual Congo), en 1974 contra George Foreman; y, al año siguiente, en Manila (el combate conocido como Thrilla in Manila), contra Joe Frazier.
A principios de los ochenta se retiró y poco después los médicos le diagnosticaron el Parkinson. Inició una etapa dedicada a las causas humanitarias. Con los años, el polarizador se convirtió en una figura de consenso, celebrado por blancos y negros, a derecha e izquierda. George W. Bush le condecoró.
“¿Quién podría haber predicho a finales de los años sesenta, cuando Muhammad Ali era vilipendiado por la prensa deportiva y por la mayoría de la América blanca como un racista negro, un agitador bocazas, que se convertiría en la elección obvia para encender la antorcha en los Juegos Olímpicos de Atlanta de 1996, como un símbolo del entendimiento, la paz y el amor internacional?”, escribió en 1998 el escritor Budd Schulberg, autor de la novela de boxeo Más dura será la caída, que inspiró la película protagonizada por Humphrey Bogart.
Cuando iniciaba su carrera política, en su oficina electoral de Chicago, Barack Obama tenía una fotografía de Muhammad Ali en un combate con Sonny Liston. No era casualidad. “Muhammad Ali representaba algo más que boxeo. Tenía un sentido político, el sentido de un orgullo afroamericano que se afirma a sí mismo”, dijo hace unos años, en una entrevista con este corresponsal, David Remnick, autor de las que seguramente sean las mejores biografías de Ali y de Obama.
Como Obama, que creció en una familia blanca y asumió su identidad negra de adulto, Ali también buscó y encontró su identidad. “Cassius Clay no quería ser Cassius Clay. No quería ser un luchador obediente y tradicional de la era de la segregación", dijo Remnick. "Quería ser algo distinto. Eligió la Nación del Islam, eligió otro nombre, eligió unas ideas políticas que, para ser justos, él sólo entendía ligeramente”.
Ali, como Obama, fue una figura esencialmente americana: un icono negro en un país todavía enfermo de racismo, un hombre que creó su identidad, un hombre libre.
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